De regreso a casa


Si las emociones son un subproducto arcaico del cerebro, amenazante en potencia y desagradable en esencia, ¿para qué exhibirlas?
Además, poder doblegarlas estaría demostrando la supremacía del hombre civilizado sobre la bestia. Desde pequeños nos condicionan a no sentir demasiado, no vaya a ser cosa que nos deshumanicemos, como si lo exclusivamente humano fuera pensar. Nos encantan los niños que no gritan, que duermen mucho, que no lloran, que casi no defecan y que no se mueven mucho. Nos fascinan las personas que parecen plantas. Algunas mamás no crían niños, los riegan.
Las antiguas raíces prehistóricas del hombre siempre han sido un dolor de cabeza para los defensores de la razón, una irritante espina clavada en el "álter ego" de la cultura civilizada, que inexorablemente nos recuerda de dónde venimos. De ahí la importancia atribuida por muchos a saber camuflar y desterrar esos desagradables residuos del pasado animal. En una tertulia a la que fui invitado recientemente, uno de los participantes, defensor acérrimo de la mente, expresó su posición diciendo: "Al menos en este aspecto, parecería que Dios podría haberlo hecho mejor: ¿Qué necesidad tenía de emparentamos con los primates?" Cuando le dije que podíamos aprender muchas cosas interesantes de los chimpancés, no me volvió a hablar en toda la noche.
Una típica conducta "humana”.
De regreso a casa, Walter Riso

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